L A S D O S
C A S A S
Rememoro Ceuta.
Tengo en mi recuerdo como un mosaico de lugares y calles dispuestos en un mapa,
que se hace según voy recorriéndolo. Unos, son cotidianos; otros, ligados a
hechos o aconteceres no habituales; algunos,
en lo distanciado de mi hacer y su estar; pocos, pero fortalecidos,
irreales o fantasmagóricos; y todos pesando en una barahúnda de sensaciones.
La casa del
moro, el recinto ferial, la Puerta del Campo, la casa alta de enfrente;
nostalgia, ilusión, extrañeza, sobrecogimiento; rincones y sentires entre
tantos más.
Mi casa.
Habitaciones de vida, de las que sé lo que tenían y lo que se hacía; pero, en las que no
consigo colocar casi nada en su sitio, ni tener sensaciones claras y distintas,
o recuerdos envidecidos. Sólo el cuarto de los libros, el patio da atrás, la
azotea y el porche, me emocionan
particularmente.
El primero era un lugar en el que no se entraba,
salvo para alguna labor concreta; en
donde se guardaban los libros de un familiar con bastantes posibles, que
nos había cedido la vivienda. Desde entonces, han perdurado el miedo, cuando alguna vez entrábamos a
escondidas; la curiosidad de sus porqués; la atracción inconfesada de un libro
laminado sobre la maternidad; y la tensión de
unas noches de alerta, por robo, desde la ventana que daba al patio.
Éste, tenía
un surtido agropecuario: hortalizas, frutales, aves diversas y hasta un cerdo.
Mi padre era el único que lo trabajaba
en sus ratos libres; eventualmente con alguna ayuda profesional o nuestra. No
tengo, lamentablemente, sino recuerdos
deshilvanados: las cidras, la higuera, un capador porcino y las gallinas negras
ponedoras. Pero me produce todavía
nostalgia y pena, por las tareas de vivir ya acabadas; ensoñaciones casi
edénicas; ternura y gusto por la vida campesina que se nutre con nosotros.
La azotea, de
la que he olvidado si se usaba para algo
propio, era como un mirador. Por dentro, al rodear la claraboya del patio
interior, y hacer de ésta una pantalla
que nos mostraba una perspectiva, un
tanto cómica, de la gente de la
casa, sobre todo, de las visitas de las que nos apartaban. Y hacia fuera
era refugio y atalaya para protegernos
de otros niños, jugar imaginariamente con ellos y, a veces, quizás aturdidos de
tanta luz y calor, mirar quedamente el horizonte; cansados, aburridos y
absortos.
Y el porche; el lugar de entrada, salida,
espera y encuentro con los vecinos. Los dos
primeros.., mero paso carente de interés. La espera, en cambio, el
aguardar merendando, impaciente y sin parar quieto, a que llegara
la hora para podernos ir a lo que fuese, era uno de los grandes momentos
del día; sin colegio, tareas y con los deberes casi acabados, podíamos hacer lo
que de verdad nos vitalizaba: juegos nuevos, rematar los dejados de ayer,
resolver nuestros grandes problemas de convivencia y contar y escuchar sobre
los temas que nos excitaban. Y así nos lanzábamos a todo ello; hasta que el
cansancio de la jornada nos cortaba el entusiasmo, siempre, demasiado pronto...
El encuentro
con los vecinos. El mirar y ser mirado, el respirar tranquilidad en las puertas
de las casas y el intercambiar saludos, adioses y conatos de charla; para nosotros, los niños, se concretaba en
estar con la pequeña de la familia, arreglada y en cochecito; y con nuestro
perro, vigilante de ella y también de todos; mientras nos aburríamos,
protestábamos y esperábamos que acabara
esto para irnos de salida familiar o ser
sustituídos.
Rememoro Ceuta; ésta es la frase con la que he
comenzado. Y desde este dicho, constatado como
una evidencia, me he puesto a deshacer una maraña de lugares, calles y
sensaciones; tirando de mi antigua casa
y algunos de sus rincones, para tener recuerdos separados, nítidos y enlazados
con los hechos.
Las cuatro
evocaciones sobre la vivienda del moro, pese a ser sucintas y escasas
aunque explícitas y directas, todavía pueden
reducirse más; y pasar de cuadro a
detalle, de pintura a pincelada.
El cuarto de
los libros se queda en “no nos dejaban
entrar”…, “ bueno”; el patio sigue siendo mi padre, las faenas, la vida, la muerte y la nada; la azotea es una retirada
a la contemplación no buscada; y el porche, el querer y no tener.
Es decir: la
búsqueda de mi memoria, como final de su
hacer, ha llegado a lugares y tiempos
pasados; comunes, esencialmente irrelevantes y sin hechos –ni tan siquiera anécdotas-, singulares recordados.
Lo que, por el momento, me evoca aquello
en el sentir y en la emoción, se da la mano con lo que encuentro y tengo hoy; no me he movido. Al
parecer, mi presente, consolidado desde muy atrás, se ha visto a sí mismo
porque no ha mirado o no ha podido. Hasta ahora: conformismo, retirada, fracaso y
vida para otros.
Puede haber
otro camino sin demasiados estorbos. El recinto ferial, la Puerta del Campo y la casa alta de enfrente fueron
sitios poco frecuentados, el último nada; por lo que conservan restos de las
primeras sensaciones; quizás algo simplificados, pero con menos alteración; porque aquellas, las sensaciones, no están
elaboradas, ensambladas, comprendidas y
organizadas, como resultado del trato repetido con ellas; sino aisladas e incomprendidas.
La Feria, episódica y casi inesperada para un
niño; cuando llega su día, empieza con una larga, inacabable y cansada caminata; tras la cual, un arco de
luces, rodeado extrañamente de oscuridad dentro y fuera suya, nos conmueve,
ilusiona y asusta; hasta que mirándolo todavía, después de haberlo atravesado,
nos encontramos de nuevo caminando otro trecho; ahora salpicado de puestos y
tenderetes, de gente que curiosea, que compra o que pasa de largo, mientras se
oyen voces que ofrecen, invitan o nos paran; y a nosotros, nos contentan –cabizbajos, conformados,
contentos y orgullosos- con un sombrero
vaquero y un bastón de golosinas. Más tarde, después de vueltas y vueltas, poco
a poco metidos en fiesta, unos; y menos motivados, otros; llega la comida.
Pinchitos morunos, con su olor grasiento, especiado y penetrante, es mi
sensación asociada al comer en feria, los mayores; nosotros, bolsas de patatas
fritas aunque con el tufo, entonces, de aquella carne ensartada. El final de la
jornada era el baile. Un espacio grande, en los aledaños del recinto; alberado,
polvoriento y en un tiempo ya pasado, como revivido; quizás su hora última, su
lejanía del bullicio, el vaivén de los pasos, la música no escuchada y nuestro
cansancio; nos causaba a los niños esta impresión. No recuerdo, no tengo la
memoria de mis padres bailando; en otros momentos, sí.
Extrañeza
ante la Puerta del Campo; paraje más
distante de la costa, saliéndose hacia el interior. En mí, distintamente, está
fuera de mi mundo cotidiano de entonces; y él, para él, -así lo
siento-, acercándose a tierra de otros. No sé verdaderamente que era;
pero en mi cuadro retenido hay un banco, unos árboles, unos compañeros de clase, unas vías del tren; y una sospecha de rabona –hacer
novillos- y niñas, demasiado velada aunque a la vez muy patente. Es poco, casi
nada, inteligente conformarlo en un escarceo de la niñez, con su huida y su
mala conciencia; es eso probablemente, pero
mi memoria es de trazos sueltos, no conjuntados, o con los enlaces
rotos.
Por otra
parte, las vías son un algo peculiar en la impresión y el sentimiento de que, tanto yo como este
paraje, estamos en nuestros confines. Unos raíles estrechos, pequeños,
oxidados, sucios, empalmados; unas traviesas de madera; un recubierto pedregoso
y ennegrecido; un montículo de apoyo; un
lugar solitario, en tierra de nadie, sin ayuda humana y sin custodia; es, como sensación, una llamada de
peligro, un desvalimiento, casi un
milagro si sale bien, un momento de suspenso y un suspiro: un puente de
tablones y cuerdas entre dos sitios
separados.
En la casa alta de enfrente, no de mi vivienda, sino de un familiar, hay
menos realidad. Sí lo es ella; con su rampa pequeña de acceso, adosada por un
lado a la pared y por el otro a un basto
muro corto y grisáceo; con su puertecilla de entrada, nada singular; y con su
jardín, agrandado por la vista desde los
bajos y asomando las copas densas, duras y viejas de sus numerosos árboles. Pocas veces la mirábamos desde la nuestra; no
sabíamos quienes vivían ahí, cómo eran, o qué hacían; pero recuerdo, imagino o creo una escena – de nuevo, con un baile-, que la
envuelve en la irrealidad:
“La casa está
apagada, aunque es ya de noche. No ha habido, durante el día, acontecimiento o
suceso alguno, trasiego de gente en la calle o entradas y salidas; ni siquiera,
un algo que, aunque sosegado y silencioso, indique un preparativo de lo que
después tendrá lugar. El tiempo, pasando sin ruidos, parece no existir; es
continuo, callado; falto de momentos que lo hagan notar. Por eso, cuando
irrumpe la visión frente a mis ojos, ésta puede provenir de cualquier alto en
su camino, ocurrido ante mí.
No hay
un “de pronto” que inicie esto; sino “un
ver lo que antes no veía”. Personas reunidas en el jardín, alejadas hacia el
fondo del que parecen ir saliendo; y algunas acercándose, sin que se aprecie un
motivo, al borde de la pared; para luego, ajenas a mi presencia, deambular y
acabar retornando al grueso que
permanece quieto. Todo se mueve con
espaciada armonía; como piezas simuladamente humanas que, al parecer,
conversan, ríen, beben, pasean y bailan; sin que la diversidad de gestos y
acciones altere este estar calmado y
vivo.
El recinto sí
está iluminado; luces pequeñas, sin tendido que las una y casi escondidas, encienden la escena.
Los árboles, grandes, oscuros y
enhiestos, crean los espacios y grupos separados. El paraje, difuminado sus
contorno, aunque bruscamente pasando de la claridad a lo oscuro, es un lugar de
encuentros, descubiertos y desnudados, que han soltado de su tiempo, para
enfrentarlos en este contra sentido.
El baile,
ahora, es una manera más de trato entre personas; no tiene, como antes el del
recuerdo ferial, un carácter principal de remate de la jornada; pero está,
asimismo, poseído del jardín; de su venida a deshora para sobrecoger sin porqué
alguno.
La gente
viste con la elegancia y la sobriedad de un evento social; hay tal variedad, postín
y buenas maneras, que parece estar presente toda una sociedad, en sus clases
dirigentes. Es como la escenificación del logro; un ejemplo vivo, activo y
triunfante de un acontecer humano orgulloso, asentado y no soberbio.
La escena, sin variación alguna, congelada su
presencia, se mantiene ante mis ojos. No ensombrece de tragedia, tampoco
aparece la burla o algún atisbo de comicidad, al igual que no se vislumbra
magia. Incluso las caras, los gestos y los movimientos tienen aliento de vida, aunque
reposados y seguros; aparentando por estos rasgos, que simulan lo que hacen. El
jardín, la gente y su vida, son verdad.
Pero, tal
como apareció, sin nada que la anticipara, la visión deja la casa. Después le
sigue el quedar cogido por algo, la
incomprensión y la pena”.
Feria, Puerta
del Campo, Casa alta de enfrente. Son recuerdos, quehaceres
de la memoria, labores de búsqueda; y aunque no lo parezcan desde una mera
ojeada lectora al relato, no están alteradas en sus primeras impresiones:
fueron así; se han fijado con el paso del tiempo, quizás perdiendo algún
detalle; y eran y son, tan abundante en los pormenores, en sus significados, en
las sensaciones y en los sentimientos; como muestran las evocaciones. El
escarceo, posiblemente escondido; pero también las vías del tren, que hoy me
dicen lo mismo que antes, sumándolo lo después sabido. Y la Casa, ¿cómo, siendo niño, podía ver,
sentir, abarcar e intuir eso que, ahora, puede ser que comprenda?
Así,
partiendo de fijaciones impresas desde hace tanto, rememoro lo casi mecánico,
lo deformado por mis censores y lo que permanece inexplicado y me asusta; pero me seduce.