martes, 30 de junio de 2020

Un excedente en la capital


                               U N   E X C E D E NT E   E N   L A   C A P I T A L

                         Madrid. Invierno, frío, lluvia, atardecer, las afueras,  y el reproche del camionero que me había traído por no ser un buen acompañante –casi no hablé durante el viaje-.Todo, perfecto: un ser humano hambriento, sin comida, sin dinero, sin casa, sin conocidos, forastero y desalentado por la despedida del camionero;…buen comienzo para empezar a ser –entonces, no conocía el nombre- un carrilano.
          No recuerdo bien; pero debí callejear por los alrededores; -triste y desvalido por dentro, aparentemente seguro y confiado por fuera- y preguntando –no sé ni cómo me atreví a hacerlo- por un albergue o similar, -ya tenía alguna experiencia de Niza- y, afortunadamente, acabé en una iglesia cercana.
          El padre Eusebio –en mis notas posteriores, fue “el padre caridad”-. Joven de edad; pero madurado, acogedor, caritativo y –al acabar- llamándome la atención –al conocer que era un maestro en excedencia voluntaria- por lanzarme – igual que tantos, demasiados, jóvenes; sin necesidad- a la aventura, como si la vida fuera un cuento de hadas, lleno de emociones y vivencias que enriquecerían nuestros recuerdos. Al final; él triste y preocupado, yo feliz y agradecido, me dio unos vales para un albergue de Cáritas.
          Después de esto, empezó mi sobrevivir en Madrid: la lucha por la vida –que diría Pío Baroja-; pero solamente para hacer como un  animal en su ambiente, aunque sin sus instintos, su fuerza, su astucia, su aguante y hasta su manada. Con el tiempo, algo aprendí de ellos y algo olvidé de los humanos.
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          Tuve que subir esa tarde al albergue, atravesando Caño Roto, sobrepasando las afueras y llegando casi al campo; aunque todos esos lugares eran parte de la gran capital madrileña. Nada de lo que vi era agradable: chabolas; gente en grupos ociosos, gente chapuceando, niños correteando, y, todos mirándome y observándome al pasar;…suciedad, abandono, miseria…, todo era deprimente.
          …Yo seguía mi camino, miraba poco, observaba nada; pero sentía mucho, demasiado; y esto, extrañamente, sólo aparecería en mis sueños, mis pesadillas  y mis temores de siempre ante estos asentamientos; que sobrevivían porque su gente era fuerte, decidida, animal, luchadora y –creo- que rencorosa con la otra gente que era la causante –en parte, verdad- de su situación. Pero, todas estas sensaciones no me impedían hacer lo que estaba haciendo: pasar entre ellos, ir a dónde iba y preguntar si era necesario; pero –eso sí- como  un sonámbulo que, en sus momentos, parece ni sentir, ni padecer; sino hacer lo que va a hacer.
          El albergue de Cáritas aparecía en un altozano como un edificio casi noble y, por supuesto, de capital. No recuerdo bien casi nada de su interior; pero la impresión en mi memoria y, en aquel momento, en mi situación, fue de bienestar, de seguridad, de  acogimiento, de volver a una vida normal. Cené, me bañé, lavé mi ropa, dormí y…nada más; porque por la mañana tenía que irme del albergue, comer donde pudiera y, hasta  la noche. Y sólo tenía tres vales; tres días, casi completos, pensaba animosamente.
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         Esos tres días, con una comida nada más –sopa, mucho pan y naranja-, hice lo que me iría bien; porque gracias a saber guardarme las penas, no afrontar mi situación pensando en ella, actuar –como antes expliqué- con la consciencia de un sonámbulo y mantener –todavía- mi cuerpo nutrido y resistente; me dediqué a pasear despreocupadamente -con breves descanso por las largas calles y avenidas madrileñas: parecía un turista; curioseándolo todo, asombrándome ante Atocha, El Retiro, La Cibeles, y el Bernabéu –por supuesto, todo lo que era gratis, y sin tomar más que agua pública. La vuelta – dichosa cuesta y asentamiento- sí me cansaba, me deprimía un poco, no me hacía caso; y, como pronto cenaría, descansaría y me guardaría algo de pan y fruta –creo que las monjas miraban para otra parte- dormiría despreocupado- otra ventaja mía- hasta el día siguiente.
        El  cuarto día, cuando salí para no volver, en vez de hacerlo solo, bajé con  uno  de los transeúntes –nombre más respetuoso que pobres--; no sé si por ocurrencia o por haberlo pensado con alguna idea. Y de algo me sirvió; aunque poco recomendable, pero necesario entonces.
          Pedir limosna ya no se llevaba, ni parecía creíble por mi aspecto. Pero pedir algo de dinero –un duro, era lo recomendable- con alguna excusa directa, breve, comprensible y  ocurrible a cualquier persona el contratiempo; daba, en función del lugar, la hora y las prisas,  el resultado conformado –no el deseado-. Así que el metro era el mejor lugar – cuando no habían tantos solicitantes- en horas mediamañaneras de  menos prisa-; y el parque era el peor, porque el solicitante ante una persona relajada tendía a enrollarse  demasiado y molestaba; aunque a los grandes embaucadores les venía bien y más provechoso. Esta fue mi primera lección mientras bajábamos, pero yo no serviría; sin embargo lo hice algún tiempo y algo me dio para dormir en un albergue –veinticinco pesetas- casi del hampa…o, sin  el casi.
          Durante ese periodo –tres o cuatro semanas- el pedir en el metro –cambiando de estaciones, por la policía y la ley de vagos y maleantes- fue suficiente para el albergue y el comprar algo de comer –pan, los conocidos por los transeúntes recortes de embutidos, y chicles y regalices que engañaban al estómago-.Y el resto del tiempo dejó de servir para ir de turisteo tonto; porque la situación permitía el sonambulismo –ya explicado- para pedir; pero, no, para andar y andar cansándome, aburriéndome y pensando –algo previo para deprimirme-;…así, que lo pasaba en los parques.
          Pero, el estar en ellos y pasear, solamente era agradable y hermoso para los que iban porque lo deseaban, permanecían poco tiempo y disfrutaban con la naturaleza o las distracciones: el lago, las barcas, los árboles, las ardillas, los músicos y los artistas circenses ambulantes…; y así pasó conmigo al principio. Luego, al residir en los parques, las cosas cambiaban.
          Una de cal…y muchas de arena: los aseos no permitían asearte, las fuentes eran para contemplarlas, los de variedades pasaban el platillo, las hermosas frutas de los árboles no podían cogerse, los animalitos te daban envidia y la policía vigilaba todo el parque. Por supuesto que esto debía ser así; pero para mí, después de los primeros días paseándome, el sentarme mucho tiempo o intentar dormitar -que era mal visto o prueba de vaga bundeo-, se hacía complicado-; y,  menos mal,  que la ropa todavía aparentaba otra cosa.
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          Había transcurrido un mes casi y así no podía seguir: muy mal comer que ya causaba problemas para estar de pie; el dormir casi hacinados era molesto e insalubre, y, a veces, no había conseguido las veinticinco pesetas, y, nada de fiado; las ropas se deterioraban, pocos recambios, acumulaban suciedad, las lavanderías costaban, nada de usar fuentes públicas, menos mal que los lavabos…Además, las dificultades en tantos aspectos, tendían a que pasara de todo, aunque fuera lo mínimo necesario.
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          Un día, aquel con el que había bajado desde el albergue, contactó conmigo; algo raro, ya que ni nos veíamos, ni nos interesábamos mutuamente –punto del manual de supervivencia individual--:Buscaban  buzoneadores y nosotros –los transeúntes- éramos idóneos por una parte -extremadamente necesitados- y rechazados por otra –demasiado poco fiables-.Yo no conocía el trabajo, él me explicó cómo había que hacerlo, no me dijo cómo pagaban, y pensé que sería correcto tanto el proceder como el cobro…Otra lección que aprendí:
          Hice el recorrido que me habían asignado, sin saltarme ningún local o vivienda, y me reuní con el jefe del grupo. Vi que uno de los comerciales propios de la empresa recibía cien pesetas. Pensé, dado que habíamos salido y vuelto casi al mismo tiempo, que iba a cobrar lo mismo: me dio veinticinco pesetas. Le pregunté el por qué y me dijo que era lo correcto; teniendo en cuenta cómo “los tuyos” –como él mencionó- hacían el trabajo; le repliqué y…-“¿quieres que llamemos a un policía y se lo cuentas?”…Me fui, algo menos humanizado.
        Fue el primer dinero ganado trabajando. Comí menos que otro día  y  lo usé para lavar mi ropa, comprar una bolsa y bañarme. Después, en mi jergón, recordé mi sueldo de maestro y decidí buscar algún trabajo o trabajillo como el de la gente normal
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          Trabajar, ligado a mi escapada a la aventura –tras la excedencia, iniciada un año antes- lo hice en dos ocasiones y en ningún caso por necesidad: vendimiador durante dos meses en Francia y, antes, friegaplatos un mes en Tarragona. Pero, después de las uvas, en Niza –gastándome el dinero que había cobrado- acabé como un emigrante clandestino, con muy poco dinero, sin trabajo alguno,  ayudado  y repatriado oficialmente, vuelto a Figueras y traído –mi amigo, el camionero-a Madrid. Realmente, en ese tiempo en Niza sobreviví con un muy exiguo ahorrillo, gracias a que mi forma de hacer y padecer lo permitía;  y el tiempo que llevo en Madrid ya lo estoy relatando. Tanto, en un sitio como en otro,  no he encontrado trabajo profesional, como maestro o similar- ni podía solicitarlo desde mi situación-, ni otro tipo para salir del apuro.
        Pero, ahora, que el jergón me  llevó a mi realidad, a la pasada, y,  a la necesidad de trabajar para ganarme le vida, no rebuscármela empecé a cambiar.
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          Lo primero fue ir yo a buscar  y, no, a esperar que me buscaran otros;  y acabé en otro trabajillo; a primera vista más serio, porque hacía falta una cierta  imagen –modos y vestimenta- , algo de cultura y posibilidad de promoción.   
          Las dos condiciones las cumplía y la tercera…
          Círculo de Lectores; traedor de cultura a los hogares, iniciador de  cambio social al saber, oportunidad para bachilleres y desempleados, y, posibilidad de un futuro personal seguro. Todo esto, en boca del jefe del equipo, animaba a los transeúntes que querían dejar de serlo y a los que la mala suerte podía llevar a esta situación.
          Mi compañero fue –esta vez- el avisado, pero no quiso ir.
         -Eso es un rollo; ¿vender libros, con los pocos que he leído yo? Además, con la parla y la pinta que tengo, no se va a dejar engañar ni el jefe, ni la gente;…y, cobrar no es en el momento; tienes que conseguir que te firmen un contrato; y si le pides los cinco duros al cliente, lo mismo se echa atrás…Tú, inténtalo, a lo mejor…; ahora das el pego, si no te miran los zapatos-.
          Mis zapatos tenían unos cartones para tapar los agujeros de la suela y le faltaban los cordones; mi camisa la llevaba “lo de delante, atrás”; los puños, el cuello de la chaqueta, los codos, los bajos de los pantalones…Es fácil, imaginarlo.
          El jefe del grupo se había acercado a mí en la boca del metro. Me preguntó si buscaba trabajo, si tenía algunos estudios, si conocía al Círculo de Lectores y si me interesaba ser colaborador cultural –buena profesión-. Como acepté, me indicó una dirección, un día, una hora; en una cafetería cercana; y que fuera bien presentable.- “Y cobrarás, desde el primer día”-.
          El jefe del  grupo esperaba en la puerta de una cafetería. Todos, trajeados y presentables como yo –tardé poco en comprobarlo-; pero el jefe, sí parecía  perfectamente vestido y aseado, dado que yo no entendía más que de rotos, descosidos y suciedades. Nos saludó, nos explicó el proceso ejemplificándolo con uno de nosotros, nos invitó  a un café e hizo mucho hincapié en que pidiéramos los cinco duros al cliente. Quedamos tres horas después, tras asignarnos al compañero –algo veterano- y el recorrido.
          A las tres horas llegamos los nuevos, algo más tarde los antiguos –venían en grupitos-:y, en la puerta de la cafetería, hicimos balance: todos los antiguos habían hecho contratos y uno de los nuevos cobró los cinco duros, pero sin firma.    
          Al día siguiente, todo fue igual pero en otra dirección. No volví más y, gracias a mi transeúnte pude comer  algo y dormir; y, al otro día, volví al metro consiguiendo algo y empecé a buscar trabajo; entrando en cualquier sitio que pudiera tenerlo…Mi compañero me dijo que habían mucho intentándolo, y, que no éramos fiables.
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          Primero fueron tiendas, bares, talleres, obras y otras parecidas porque no hacía falta mucha preparación, sino ganas de trabajar, no rechazar ninguna tarea y cobrar poco. Pero era cierto lo de mi compañero; porque, aunque no se veía mucha competencia, sí se veían las caras desconfiadas de los encargados, incluso siendo educado, estando algo presentable y –fallos de novato- presentarles mi currículo universitario y mi inexperiencia obrera: estaban demasiados escarmentados de los eventuales.
          Sin embargo, fue en una obra a pie de calle donde, sin atender mucho lo que yo decía, me admitieron sin más –después, sabría el por qué-. –“Luis, llévate a -¿tu nombre?, mirándome- José contigo y enséñale a usar la machota”-…Yo, viví las  miradas de algunos albañiles y las imaginé-porque eran comprensibles dado mi todo tan lejano de ellos- traducidas a palabras: ¡otro señorito, ese va a aguantar poco, mira las manos, ¿la machota?, qué pena dale una pala!
          La machota es como un mazo de hierro largo y pesado que hay que aprender a usar –correr la  mano, equilibrarla, tener tino, lentificar y mantener un ritmo  constante- y el trabajo era el de romper las aceras. Empecé en el espacio que me indicó Luis: di dos o tres machotazos sin acertar o romper algo, estuve a punto de caerme y soltar el mango, nos miramos él y yo, eché valor y continué más o menos bien un rato; en una pausa sugerida por él, me ofreció, mirando a un obrero que lo tenía, un taladro, vi como vibraban los dos y lo rechacé. Después continué casi una hora y en otras pausa –la del bocadillo-, me ofreció uno porque yo no  tenía y de forma directa sin más conversación: -“Mira muchacho ,era algo mayor que yo-; sigue así como lo estás haciendo, aguanta hasta que demos de mano por la mañana, luego dile al encargado –sin más explicaciones, porque lo hacen muchos compañeros- que n o vas a seguir; te dará una nota y la dirección de la empresa, ve por la tarde y cobra –doscientas pesetas, es un  trabajo duro- y búscate otra faena.. No es una vergüenza dejar esto; tú sabrás muchas cosas que los de aquí no sabemos hacer, así que…suerte; y ya no seguiremos hablando porque el encargado se mosquea.
        Fui esa tarde, cobré  y, al explicarle al jefe de servicios la causa –me daba vergüenza salir así-, mi suerte cambió,  al menos para dos semanas. Después pude comer, asearme y dormir bien; ya con cierta seguridad para un tiempo.
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          Mi suerte. El  jefe, después de pagarme,-“¿tú en qué trabajabas antes; porque tienes pinta de…no se te ve físicamente, para obras y demás…eras estudiante o algo así,   ¿no?” Le interrumpí:-“maestro nacional en Andalucía”-. “Coño, y ¿qué haces  aquí?”.
          Como al cura del primer día le conté lo  de mi irme a correr mundo; deteniéndome solamente en lo que había hecho en Madrid –lo del buzoneo y el Círculo, nada más-. Se quedó mirándome y de pronto se levantó, diciéndome que esperara y salió del despacho.
          Tardó un poco y apareció con un hombre con pinta de obrero. Cuando estuvimos cerca lo reconocí – Luis, el de la obra-; pero ni él  ni yo, dijimos algo.-“Anda, ve con él que quizás podamos ayudarte”-. Lo seguí y de pie, sin más formalidades, no hablando de lo de la obra –parecía, no querer entrar en lo personal- me explicó que la empresa tenía pisos de promoción y que, antes de entregarlos, había que hacerles una limpieza a fondo –“barrer y fregar, sin máquinas, como en una casa, pero a fondo, quince pesetas la hora, mañana y tarde”-.
          Iba a preguntarle cómo era todo, pero él se adelantó:- “Sois cuatro por piso, os recogemos aquí a las ocho, os llevamos de uno a otro y os pagamos cada día la mitad –sesenta pesetas-, y, el sábado os damos el resto…si no os escaqueáis; bueno, tú ya sabes qué es eso –aquí sonrió y noté su ironía--.Nos despedimos, sin más.
          Después –otra vez en el jergón- me alegré por el dinero, pensé en la faena del buzoneo y del Círculo, y, la deseché sin meditar mucho. Me sentí bien: Luis era como el cura, parecía una persona cabal y, además, me ofrecía –creo que él medió- trabajo con sueldo fijo. Disfruté pensando en el tipo de trabajo, y, en que ahora iba a tener un familiar –un hermano mayor-que me ayudaría. Esa noche, también sentí la soledad que arrastraba desde hacía casi un mes
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          Limpiar las viviendas no me supuso nada nuevo, en cuanto a faenas, jugarretas y amistades:
Porque los grupos iban a trabajar bien y sus miembros –que parecían transeúntes- cumplía  correcta, profesional e individualmente; probablemente eran los escarmentados de aquel –también mío- modo de supervivencia.
          Yo, si cambié: tenía una seguridad laboral –mínima- que me cubría las tres necesidades básicas: comer bien, asearme y estar en una pensión –media, de cincuenta pesetas- y, además, ahora sí podía casituristear.  A la vez, conocí y acepté el tipo de vida de la gente  cuando las circunstancias sólo te permiten “ir tirando” sabiendo que en parte depende de ti: en esas dos semanas fui un “currante”. Esto último me facilitó llamar a mi familia de Sevilla, sin mentirle- absolutamente en todo cuando era un transeúnte-: les dije que trabajaba como un obrero, que  cambiaba de trabajo temporalmente, que estaba en una pensión…y que vivía como había deseado; todo dicho sin aspavientos y admitido sin reproches.
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          Algo más cambió y me hizo creer que podía, después de la limpieza, tener otro trabajo; aunque no llegó a consolidarse: las correderas.
          Corredera Alta y Corredera Baja; dos calles céntricas-al menos para mí; una tienda centrada en el ambiente musical;  y un sitio para estar con gente que –como yo en mi juventud- vivía en ese mundo. 
          Las conocí, por casualidad, en mis paseos después de trabajar. Primero, fueron los instrumentos del escaparate; después una guitarra baja –un bajo- como la que yo tenía en aquel tiempo; más tarde –otro día- entrar, curiosear y hablar de mis conjuntos –algo sabían, al menos de uno-; y, finalmente, ofrecerme –sin pensarlo mucho- para sustituir las bajas en los conjuntos, cuando hiciera falta.
          Pero, aquellas eran para profesionales –experiencia, instrumento y disponibilidad-. Aquí se torció mi ilusión, aunque la guitarra se podía alquilar en la tienda, con precios asequibles.
          Seguí yendo;  porque era la posibilidad de un trabajo que permitía vivir de él y en el que yo había sido bueno. Curiosamente, como si ese algo mío  -que me había llevado a tantas renuncias para vivir la aventura- ahora me estuviera juzgando;…sentí, de pronto, su descontento conmigo. Fue raro, imprevisto y, por el resultado de mi posterior intento, estúpido y arrogante; aunque sucedió un día en la r tienda, cuando surgió la posibilidad de actuar con un grupo.
          “Los Flaps” –un conjunto de un periodo posterior al mío; instrumental  y catalán-.Buscaban un bajo, el de la tienda se acordó de mí y me hizo el favor de tenerme en cuenta, concertándome una cita; a la que llegué faltando a la jornada de tarde de la limpieza -sesenta pesetas menos, sin que me despidieran, también como un detalle de la empresa-.
          -Así que tú eres el bajista.
          -Sí –nervioso-. Yo tocaba el bajo en los “Simuns” –Una equivocación en mal momento, porque mis conjuntos fueron “Los Tekas” Y “Los Royneg”.
          Se miraron el de la tienda y el de “Los Flaps”, pero no comentaron nada. Después:-“Mira, lo que nos interesa es que lo hagas bien ahora, no lo de antes”-.
          -Puedo tocar algo. –Otro riesgo después de casi cinco años inactivo.
          -Espera, espera. ¿Qué estilo teníais en vuestras  canciones?
          -Bueno, al principio, las canciones de los conjuntos famosos; “Los Shadows”,  “Los Relámpagos” y otros parecidos. Creamos muy poco.
          -Mira, para sete sincero. Esos estilos no son el nuestro, si lo conoces; además, el sonido ahora es algo más trabajado aunque un tanto artificial…;  y aquí, conocemos bajistas de nuestra onda; que están al día…y creo que aunque seas muy bueno tardarías demasiado en acoplarte…Lo siento José Luis ¿me comprendes?
          -Claro, por supuesto, es lógico.-Menos mal que, al menos, no me rebajé.
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          Así, acabó mi intento y aparentemente lo acepté. Además, como pronto acabaría el trabajo en la empresa, viviría con el dinero ahorrado que no era demasiado poco y buscaría otra vez, en lo de obrero o similar…ser un currante, de nuevo.
            Pero este último contratiempo, con un trabajo que podía devolverme a la sociedad y, a la vez, llevarme a la aventura de la vida bohemia; inició un proceso –conocido mío de siempre- que empezaba con esta tristeza y, después, rebuscando  en mi mente el recuerdo de  otras experiencias  más o menos infelices, creaba un sentir de pena, dolor, desvalimiento, desconsuelo, amargura y, al final, nostalgia de -¿nada?-; que me invalidaba para hacer algo, al menos en esos largos momentos;…y los parques eran los lugares idóneos para que esto sucediera; y, no hacía falta pasar demasiado tiempo en ellos; porque tanto  antes como después, los parque sólo me eran útiles –realmente, me alegraban y me llenaban- cuando me encontraba sentimentalmente bien.
                                                                 -----                                                                                 El trabajo de limpieza se alargó hasta los veinte días. Cuando acabó tenía dinero para vivir un mes, siempre que siguiera mi forma de hacerlo; pero, ya antes de que se terminara  la limpieza, reempecé a desanimarme ahora demasiado, por todo  y casi todo el tiempo, a sentirme otra vez solo, a hacer muy pocos intentos de ir buscando otro trabajo –por supuesto, de currante- y ninguno para lo que estaba preparado; y el buscar acabó en pasear, en deambular, en carrilanear –moverme sin ton ni son- y, al final, a pasar  mucho tiempo en los parques -como ya he referido- cuando estaba libre
          Realmente, cuando terminó  el trabajo, dejé  de ser un currante y volví a sentirme  transeúnte; y eso que llamé, copiando a alguien, lucha por la vida –por lo mínimo para no desaparecer- me mantuvo desde antes de que se acabara todo el dinero en ella, en  la forma que ya había estado; pero,  sin que ahora me preocupara pedir, limosnear, ser engañado, ser degradado, vaguear y lo que hubiera hecho falta; resistiéndolo por mi sonambulismo –ya, explicado-, mi capacidad de soportar penurias corporales y mi arrinconar el pensar sobre mi presente y mi futuro;…todo esto, una vez que se había acabado  el trabajo y casi el dinero.
        
          Así que, a diferencia de mi llegada a Madrid, estaba en otra situación, para intentar salir de mis problemas: mi suerte, mi contratiempo y mi proceso, mi deprimirme, mi no buscar y mis parques me devolvieron a ser todo un transeúnte; ahora menos –o más- humanizado.
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            Embajadores, el vampiro, un carrilano amigo y mi  vuelta a ser un transeúnte  como los de fueron situaciones y encuentros que me llevaron  a que se cambiara mi hacer, mi autoestima, mi esperanza y mi estancia en Madrid.
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          Empecé por ir a Cáritas directamente, pero pasando por la
iglesia – ésta como trámite; ni cura, ni charla, ni pesar--.Y lo hice porque pensaba que me darían algún vale para un comedor y no me importaban en esos días que me sermonearan –sonambulismo-.
          De ahí a un comedor de  caridad y, el resto del tiempo, carrilaneando durante el día y durmiendo en mi pensión –aún me quedaba dinero para ella y para algún tentempié; pero tenía que guardar, dado mi no trabajo-. Mi inteligencia, ahora, estaba a mi servicio, y, mi moralidad tan ausente como el meditar, aunque con los frenos de mi condición y mi anterior clase social.
          En el comedor, esta vez, traté de hacer, no amistades, sino compañeros; con los que ir e imitar su forma de sobrevivir; y a ellos les daba igual, porque no les causaría ningún problema.
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          Embajadores: hermosa y larga avenida madrileña; bulliciosa de gente, de bares, de empleados, de currantes y de transeúntes. Todo este ajetreo diario lo protagonizaban los grupos anteriores, aunque el último estaba más presente – no más visible- en la tarde noche.
          Yo la conocí y la deambulé, después de que uno de mis transeúntes me hablara de una residencia de monjas; que daba cena y albergue a aquellos, casi  desahuciados de  Cáritas, que habían superado – bien superado- el tiempo de ayuda posible – el dinero de la institución no daba para más-.
         En los días posteriores a mi uso del comedor de Cáritas; de día, cuando algunos de mis colegas ocioseaban por la parte alta de la calle yo me dedicaba a ver el ambiente externo del albergue: ningún transeúnte, alguien que salía o que entraba y, a veces, la llegada de un vehículo de carga y descarga; y  la zona en la que se encontraba, vacía de gente, de calles y de edificios: no siquiera Caño Roto.
          El día que decidí entrar-nada de dinero-lo hice solo, por mi cuenta y –extrañamente- sin  tener que explicar más que mi situación de necesidad. Una vez dentro, tanto en la espera en la calle, como en la acera y en el dormitorio; no tuve que estar con mis conocidos, porque ellos, en este ambiente se buscaban y compartían charlas y alegrías de amigos: algunos llevaban años juntos en esta situación; y yo –creo- para ellos era diferente.
         La estancia en el albergue se prolongó hasta que abandoné Madrid, cuando finalizaba el invierno. Y en él, sí habían aspectos curiosos para alguien que, como yo, no aparentaba que estuviera deprimido, pasara de la gente, soportara las escaseces y observara en vez de estar: esperábamos en la calle a que abrieran casi todos escondidos hasta el momento; sopa mucilaginosa y un trozo de pan embutido con – a veces pringá- algo resto de guiso; monja atento al desarrollo de la cena, ya que bastantes comensales –desinhibidos- se pasaban  en sus jolgorios de amigotes; dormitorio de colchonetas en el suelo, sábana, vigilancia de cada uno de lo suyo; y cerradas las dos puertas del dormitorio. Todo esto parecía, más que curioso, deprimente y desconsiderado; pero cuando pensabas –yo la hacía- en las causas, te admirabas y lo agradecías; porque tanto las monjas, como la ayuda,  estaban fuera delos cauces institucionales: limosnas privadas y trabajo de ellas sostenían  a los transeúntes y muchos de estos no lo consideraban.
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          No recuerdo cómo se inició, pero tuve un amigo que me ayudó como Luis – el de la obra- a tener la preocupación mínima con algunos transeúntes, a llevar esta vida con sentido común y alejado  de enfangarme y perder la propia dignidad, y, -aunque nunca me lo dijo con claridad- a sentirme protegido –realmente, por él-.
          Pero era un verdadero carrilano; estaba en esta situación fuera de la sociedad; probablemente por causas políticas y familiares, por su carácter libertario –más que liberal-, por su autoexclusión, su desengaño vital, su incapacidad de doblegarse, su lucha…Y tal era  que me recordó –pasado el tiempo-   a Manuel, el protagonista de  “La busca” de  “PÍo  Baroja” y lo que le hacía carrilano: sobrevivir –aceptando dignamente lo que le daban y trabajando esporádicamente- en cualquier lugar- para, después, marcharse a otro –“ Carril y manta”, decía-hasta…
          Sin embargo,  este conocimiento mío de lo que era él y este lazo –él protector y yo protegido-, no se hicieron porque nos contáramos nuestras vidas o situaciones, estuviéramos juntos cuando salíamos por la mañana del albergue, congeniáramos por carácter, o,  compartiéramos actitudes vitales.
         En el comedor; él buscaba sitios casi esquinados y yo donde pudiera; por las mañanas recorríamos la calle hasta llegar a la zona comercial y nos separábamos –él, yo no sabía qué hacía; y yo por mi parte, deambular conociendo  Madrid-; y de hablar, algo le conté de mi vida y creo que fue lo que despertó su papel de hermano mayor; mientras  que sus frases –si hablaba algo- eran lacónicas, sentidas, seguras,  experienciadas,  nunca vanas ,y, siempre adecuadas a lo que había que hacerse; y dirigidas a mí –creo-. Enfin, no había cercanía de compañeros o amigos; pero sí habían comprensión y respeto humano, que, hasta sin palabras de confidencias, tanto uno como otro, sabíamos cómo éramos y qué queríamos de la vida.
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          El vampiro; así lo llamaban los transeúntes en sus charletas en el comedor, y se reían. Si hubiera estado atento a las conversaciones y a algún cambio –en este caso- del que me acompañó y aleccionó la primera vez en Cáritas; habría pensado en lo del vampiro –referido por éste- y su relación con una tarde, mientras  esperábamos, que ofreció tabaco a casi todos: nadie lo hacía, con nada propio, ni siquiera al compañero con el que pasaba bastante tiempo; y si alguna vez compartían algo era en cosas de comer, no con tabaco, bebidas y otras –para ellos-exquisiteces.
          Andrés –“mi hermano mayor”-, al salir una mañana del albergue, me desveló lo del vampiro con su estilo directo, digno y dicho no como un consejo –era muy respetuoso con la libertad- sino como una situación para sobrevivir que debía d servirnos. No hubo diálogo, ni preguntas; fue  un monólogo y con pausas. --creo- para que yo fuera asimilando y, al final, algo así como un consejo encubierto.
          -Yo voy a ir al Hospital militar a dar sangre.  Dan quinientas pesetas por medio litro y me vendrá bien…No duele nada, te atienden correctamente, te dan un bocadillo y un vaso de leche, descansas y se acabó…No le hago daño a nadie, ni a mí mismo porque hasta dentro de dos meses no repito…Eso sí las quinientas pesetas son para una  necesidad, no para hartarme de hacer tonterías: regalos, tabaco , vino...y, después, a repetir antes de tiempo…”-Fue la primera vez en el monólogo que me miró, hizo gesto de rechazo sobro lo último que había dicho y dejó de hablar un poco, porque ya se veía el Hospital Militar.
         Fui con él. Dentro todo  pasó como había dicho; y no sentí ni prevención, ni dolor, ni desatención; y, el bocadillo , la leche y el dinero –todo sin tener que esperar más que lo preciso- me vino bien; además, me sentí a gusto después de un verdadero desayuno; y –extrañamente- tan bien como cuando cobré lo de la limpieza. Realmente, durante su monólogo pasé por un proceso –que él parecía controlar-de asombro, de daño, de tranquilidad, de aceptación, y, de verlo bien y útil para mí mismo, si también hiciera y siguiera lo que había de   hacerse después, y no, lo de la mayoría de transeúntes.
         Cuando  salimos los dos, antes de irse a lo suyo –que seguía sin saberlo-, me dijo que el día del mercadillo del Rastro iba a ir para comprar cosas que le hacían falta: -“Los carrilanos como yo tenemos que estar provistos para seguir andando cuando haya que hacerlo;… si quieres vamos juntos y cómprate las cosas que se necesitan”–aunque no dijo para qué -   
           Durante una semana, supongo que él siguió con lo suyo, a la vez que preparaba –o no, tenía que hacerlo- su marcha de Madrid; ida que comprendí días después, sin que él lo dijera explícitamente, en el Rastro. Y yo, durante esos días, traté de comprender mi situación y mi futuro; probablemente, porque el monólogo del día del vampiro fue una reconsideración de lo que hacía y debía hacer, aunque –aparentemente- fue solo referido a aquel momento.
          Todo se concretó en que el día del mercadillo, después de comprar, nos dijimos que cada uno íbamos a hacer lo nuestro de cada día; y nos dimos la mano. Él no volvió al albergue y yo lo abandoné pocos días después; para irme a Barcelona –la primera ciudad en la que viví como excedente, con dinero para unos meses, pasándomelo bien, pero con muy pocas aventuras; hasta que otro como yo sugirió que nos fuéramos a vendimiar a Francia; donde después  de unos meses en los que se acabó el dinero, empecé a vivir una aventura de verdad: sobrevivir, casi sin ningún apoyo.
          [Datos sueltos, que, tiempo después anoté, llenan el periodo desde Madrid a Barcelona; pero sin que mi recuerdo llegue a unirlos comprensiblemente: en Zaragoza, albergue, tablas para dormir, barra de pan sin más; dormida sobre un macuto, hambriento, en una cabina telefónica, aterido por el frío del Moncayo; y traslado a Barcelona, desde Zaragoza, otra vez como autoestopista.]









   
                 

         




                                                                       U N   R I N C Ó N

                        La escena que veo es de algo mío, de la infancia de un crío de cuatro o cinco años; y es en mi pueblo…en un pueblo de los de antes. Sólo hay ante mí, un pequeño rincón de –por llamarla con respeto- una barriada humilde, con unas casas, una escalera entre ellas que llega al campo; y un crío que la baja corriendo,  con la cabeza vuelta hacia alguien que le requiere algo; pero, aquel no se detiene.
          Aunque solamente  veo ese pequeño lugar; en mi mente, en mi recuerdo, en mi pena y en mi nostalgia; todo se hace demasiado grande para mí.
          Es, indudablemente, mi pasado.  Y en mi sensación, la persona de la escalera es mi madre, el pueblo es de los de antes, la nostalgia lo envuelve todo, y el crío no parece ser sólo él quien me ha traído aquí; sino que es el pasado el que lo ha hecho, el que causa todo lo que me está sucediendo.
          Siento el empezar de él: Un niño abriéndose a la vida; una mujer que –ilusionada, fuerte, esperanzada y alegre- lucha por ella ; y un pueblo que no es más que un pedazo de tierra, en el que los hombres tratan de sobrevivir, alterándolo y creando lo que su fragilidad necesita para seguir adelante… Y todo lo que está empezando es hermoso, bello y verdadero; y, desde mi presente, un tiempo del que quiero algo.
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          Trato de comprender lo que busco y pienso,  en todos ellos;  pero no salta nada en mi nostalgia que sea lo que añoro del pasado; porque lo que me duele es que aquello que  fue presente, ahora es pasado,…es decir, nada; porque después, sólo estará en el recuerdo.
          Es  irracional que, como ser que existe, anhele que siga siendo presente; que todo pasado –propio o ajeno- sea siempre presente. Pero algo mío, más  hondo y –por vehemencia- más verdadero; intuye que el anhelo y lo anhelado son una realidad que es, aunque fuera del mero existir.
          Además de toda la convicción que hay en lo que digo, otro sentir-más cercano a una sensación de saber – me lleva a la idea de que el pasado desaparece de una dimensión y continúa en otra; y esto es algo de la mera y simple existencia; una de sus posibilidades.
          Dejo de elucubrar y vuelvo a la visión que me ha traído una melodía.
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          La imagen está desapareciendo; pero no, porque empiece a borrarse; sino porque se está alejando hacia algo que no es el horizonte de esta realidad: un vacío como un corte del espacio de antes y la escena –que ahora parece un desgarro de lo real- hundiéndose en él.
          Siento el mismo dolor que el de la ida irremediable de lo que nunca volverá a estar;  aunque se va y seguirá en otra realidad, de la que no sé más. Y en el momento que esto sucede, no hay nostalgia; ni de ellos –madre, yo, pueblo- ni de este último lugar; no hay por haberme  quedado sin ese pasado, sino porque algo –dentro o fuera de él- lo ha abducido;  y el anhelo no es ni de ellos, ni del lugar;…es de estar en la realidad anterior a las realidades separadas.

                       

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