U N E X C E D E NT E E N
L A C A P I T A L
Madrid. Invierno,
frío, lluvia, atardecer, las afueras, y
el reproche del camionero que me había traído por no ser un buen acompañante
–casi no hablé durante el viaje-.Todo, perfecto: un ser humano hambriento, sin
comida, sin dinero, sin casa, sin conocidos, forastero y desalentado por la
despedida del camionero;…buen comienzo para empezar a ser –entonces, no conocía
el nombre- un carrilano.
No recuerdo bien; pero debí callejear
por los alrededores; -triste y desvalido por dentro, aparentemente seguro y
confiado por fuera- y preguntando –no sé ni cómo me atreví a hacerlo- por un
albergue o similar, -ya tenía alguna experiencia de Niza- y, afortunadamente,
acabé en una iglesia cercana.
El padre Eusebio –en mis notas
posteriores, fue “el padre caridad”-. Joven de edad; pero madurado, acogedor,
caritativo y –al acabar- llamándome la atención –al conocer que era un maestro
en excedencia voluntaria- por lanzarme – igual que tantos, demasiados, jóvenes;
sin necesidad- a la aventura, como si la vida fuera un cuento de hadas, lleno
de emociones y vivencias que enriquecerían nuestros recuerdos. Al final; él
triste y preocupado, yo feliz y agradecido, me dio unos vales para un albergue
de Cáritas.
Después de esto, empezó mi sobrevivir
en Madrid: la lucha por la vida –que diría Pío Baroja-; pero solamente para
hacer como un animal en su ambiente,
aunque sin sus instintos, su fuerza, su astucia, su aguante y hasta su manada.
Con el tiempo, algo aprendí de ellos y algo olvidé de los humanos.
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Tuve que subir esa tarde al albergue,
atravesando Caño Roto, sobrepasando las afueras y llegando casi al campo;
aunque todos esos lugares eran parte de la gran capital madrileña. Nada de lo
que vi era agradable: chabolas; gente en grupos ociosos, gente chapuceando,
niños correteando, y, todos mirándome y observándome al pasar;…suciedad,
abandono, miseria…, todo era deprimente.
…Yo seguía mi camino, miraba poco,
observaba nada; pero sentía mucho, demasiado; y esto, extrañamente, sólo
aparecería en mis sueños, mis pesadillas
y mis temores de siempre ante estos asentamientos; que sobrevivían
porque su gente era fuerte, decidida, animal, luchadora y –creo- que rencorosa
con la otra gente que era la causante –en parte, verdad- de su situación. Pero,
todas estas sensaciones no me impedían hacer lo que estaba haciendo: pasar
entre ellos, ir a dónde iba y preguntar si era necesario; pero –eso sí-
como un sonámbulo que, en sus momentos,
parece ni sentir, ni padecer; sino hacer lo que va a hacer.
El albergue de Cáritas aparecía en un
altozano como un edificio casi noble y, por supuesto, de capital. No recuerdo
bien casi nada de su interior; pero la impresión en mi memoria y, en aquel
momento, en mi situación, fue de bienestar, de seguridad, de acogimiento, de volver a una vida normal.
Cené, me bañé, lavé mi ropa, dormí y…nada más; porque por la mañana tenía que
irme del albergue, comer donde pudiera y, hasta
la noche. Y sólo tenía tres vales; tres días, casi completos, pensaba
animosamente.
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Esos tres días, con una comida nada
más –sopa, mucho pan y naranja-, hice lo que me iría bien; porque gracias a
saber guardarme las penas, no afrontar mi situación pensando en ella, actuar
–como antes expliqué- con la consciencia de un sonámbulo y mantener –todavía-
mi cuerpo nutrido y resistente; me dediqué a pasear despreocupadamente -con
breves descanso por las largas calles y avenidas madrileñas: parecía un
turista; curioseándolo todo, asombrándome ante Atocha, El Retiro, La Cibeles, y
el Bernabéu –por supuesto, todo lo que era gratis, y sin tomar más que agua
pública. La vuelta – dichosa cuesta y asentamiento- sí me cansaba, me deprimía
un poco, no me hacía caso; y, como pronto cenaría, descansaría y me guardaría
algo de pan y fruta –creo que las monjas miraban para otra parte- dormiría
despreocupado- otra ventaja mía- hasta el día siguiente.
El
cuarto día, cuando salí para no volver, en vez de hacerlo solo, bajé
con uno
de los transeúntes –nombre más respetuoso que pobres--; no sé si por
ocurrencia o por haberlo pensado con alguna idea. Y de algo me sirvió; aunque poco
recomendable, pero necesario entonces.
Pedir limosna ya no se llevaba, ni
parecía creíble por mi aspecto. Pero pedir algo de dinero –un duro, era lo
recomendable- con alguna excusa directa, breve, comprensible y ocurrible a cualquier persona el
contratiempo; daba, en función del lugar, la hora y las prisas, el resultado conformado –no el deseado-. Así
que el metro era el mejor lugar – cuando no habían tantos solicitantes- en
horas mediamañaneras de menos prisa-; y
el parque era el peor, porque el solicitante ante una persona relajada tendía a
enrollarse demasiado y molestaba; aunque
a los grandes embaucadores les venía bien y más provechoso. Esta fue mi primera
lección mientras bajábamos, pero yo no serviría; sin embargo lo hice algún
tiempo y algo me dio para dormir en un albergue –veinticinco pesetas- casi del
hampa…o, sin el casi.
Durante ese periodo –tres o cuatro
semanas- el pedir en el metro –cambiando de estaciones, por la policía y la ley
de vagos y maleantes- fue suficiente para el albergue y el comprar algo de
comer –pan, los conocidos por los transeúntes recortes de embutidos, y chicles
y regalices que engañaban al estómago-.Y el resto del tiempo dejó de servir
para ir de turisteo tonto; porque la situación permitía el sonambulismo –ya
explicado- para pedir; pero, no, para andar y andar cansándome, aburriéndome y
pensando –algo previo para deprimirme-;…así, que lo pasaba en los parques.
Pero, el estar en ellos y pasear,
solamente era agradable y hermoso para los que iban porque lo deseaban,
permanecían poco tiempo y disfrutaban con la naturaleza o las distracciones: el
lago, las barcas, los árboles, las ardillas, los músicos y los artistas
circenses ambulantes…; y así pasó conmigo al principio. Luego, al residir en
los parques, las cosas cambiaban.
Una de cal…y muchas de arena: los
aseos no permitían asearte, las fuentes eran para contemplarlas, los de
variedades pasaban el platillo, las hermosas frutas de los árboles no podían
cogerse, los animalitos te daban envidia y la policía vigilaba todo el parque.
Por supuesto que esto debía ser así; pero para mí, después de los primeros días
paseándome, el sentarme mucho tiempo o intentar dormitar -que era mal visto o
prueba de vaga bundeo-, se hacía complicado-; y, menos mal,
que la ropa todavía aparentaba otra cosa.
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Había transcurrido un mes casi y así
no podía seguir: muy mal comer que ya causaba problemas para estar de pie; el
dormir casi hacinados era molesto e insalubre, y, a veces, no había conseguido
las veinticinco pesetas, y, nada de fiado; las ropas se deterioraban, pocos
recambios, acumulaban suciedad, las lavanderías costaban, nada de usar fuentes
públicas, menos mal que los lavabos…Además, las dificultades en tantos
aspectos, tendían a que pasara de todo, aunque fuera lo mínimo necesario.
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Un día, aquel con el que había bajado
desde el albergue, contactó conmigo; algo raro, ya que ni nos veíamos, ni nos
interesábamos mutuamente –punto del manual de supervivencia
individual--:Buscaban buzoneadores y
nosotros –los transeúntes- éramos idóneos por una parte -extremadamente
necesitados- y rechazados por otra –demasiado poco fiables-.Yo no conocía el
trabajo, él me explicó cómo había que hacerlo, no me dijo cómo pagaban, y pensé
que sería correcto tanto el proceder como el cobro…Otra lección que aprendí:
Hice el recorrido que me habían
asignado, sin saltarme ningún local o vivienda, y me reuní con el jefe del
grupo. Vi que uno de los comerciales propios de la empresa recibía cien
pesetas. Pensé, dado que habíamos salido y vuelto casi al mismo tiempo, que iba
a cobrar lo mismo: me dio veinticinco pesetas. Le pregunté el por qué y me dijo
que era lo correcto; teniendo en cuenta cómo “los tuyos” –como él mencionó-
hacían el trabajo; le repliqué y…-“¿quieres que llamemos a un policía y se lo
cuentas?”…Me fui, algo menos humanizado.
Fue el primer dinero ganado trabajando.
Comí menos que otro día y lo usé para lavar mi ropa, comprar una bolsa
y bañarme. Después, en mi jergón, recordé mi sueldo de maestro y decidí buscar
algún trabajo o trabajillo como el de la gente normal
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Trabajar, ligado a mi escapada a la
aventura –tras la excedencia, iniciada un año antes- lo hice en dos ocasiones y
en ningún caso por necesidad: vendimiador durante dos meses en Francia y,
antes, friegaplatos un mes en Tarragona. Pero, después de las uvas, en Niza
–gastándome el dinero que había cobrado- acabé como un emigrante clandestino,
con muy poco dinero, sin trabajo alguno, ayudado
y repatriado oficialmente, vuelto a Figueras y traído –mi amigo, el
camionero-a Madrid. Realmente, en ese tiempo en Niza sobreviví con un muy
exiguo ahorrillo, gracias a que mi forma de hacer y padecer lo permitía; y el tiempo que llevo en Madrid ya lo estoy
relatando. Tanto, en un sitio como en otro,
no he encontrado trabajo profesional, como maestro o similar- ni podía
solicitarlo desde mi situación-, ni otro tipo para salir del apuro.
Pero, ahora, que el jergón me llevó a mi realidad, a la pasada, y, a la necesidad de trabajar para ganarme le
vida, no rebuscármela empecé a cambiar.
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Lo primero fue ir yo a buscar y, no, a esperar que me buscaran otros; y acabé en otro trabajillo; a primera vista
más serio, porque hacía falta una cierta
imagen –modos y vestimenta- , algo de cultura y posibilidad de
promoción.
Las dos condiciones las cumplía y la
tercera…
Círculo de Lectores; traedor de
cultura a los hogares, iniciador de
cambio social al saber, oportunidad para bachilleres y desempleados, y,
posibilidad de un futuro personal seguro. Todo esto, en boca del jefe del
equipo, animaba a los transeúntes que querían dejar de serlo y a los que la
mala suerte podía llevar a esta situación.
Mi compañero fue –esta vez- el
avisado, pero no quiso ir.
-Eso es un rollo; ¿vender libros, con
los pocos que he leído yo? Además, con la parla y la pinta que tengo, no se va
a dejar engañar ni el jefe, ni la gente;…y, cobrar no es en el momento; tienes
que conseguir que te firmen un contrato; y si le pides los cinco duros al
cliente, lo mismo se echa atrás…Tú, inténtalo, a lo mejor…; ahora das el pego,
si no te miran los zapatos-.
Mis zapatos tenían unos cartones para
tapar los agujeros de la suela y le faltaban los cordones; mi camisa la llevaba
“lo de delante, atrás”; los puños, el cuello de la chaqueta, los codos, los
bajos de los pantalones…Es fácil, imaginarlo.
El jefe del grupo se había acercado a
mí en la boca del metro. Me preguntó si buscaba trabajo, si tenía algunos
estudios, si conocía al Círculo de Lectores y si me interesaba ser colaborador
cultural –buena profesión-. Como acepté, me indicó una dirección, un día, una
hora; en una cafetería cercana; y que fuera bien presentable.- “Y cobrarás,
desde el primer día”-.
El jefe del grupo esperaba en la puerta de una cafetería.
Todos, trajeados y presentables como yo –tardé poco en comprobarlo-; pero el
jefe, sí parecía perfectamente vestido y
aseado, dado que yo no entendía más que de rotos, descosidos y suciedades. Nos
saludó, nos explicó el proceso ejemplificándolo con uno de nosotros, nos
invitó a un café e hizo mucho hincapié
en que pidiéramos los cinco duros al cliente. Quedamos tres horas después, tras
asignarnos al compañero –algo veterano- y el recorrido.
A las tres horas llegamos los nuevos,
algo más tarde los antiguos –venían en grupitos-:y, en la puerta de la
cafetería, hicimos balance: todos los antiguos habían hecho contratos y uno de
los nuevos cobró los cinco duros, pero sin firma.
Al día siguiente, todo fue igual pero
en otra dirección. No volví más y, gracias a mi transeúnte pude comer algo y dormir; y, al otro día, volví al metro
consiguiendo algo y empecé a buscar trabajo; entrando en cualquier sitio que
pudiera tenerlo…Mi compañero me dijo que habían mucho intentándolo, y, que no
éramos fiables.
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Primero fueron tiendas, bares,
talleres, obras y otras parecidas porque no hacía falta mucha preparación, sino
ganas de trabajar, no rechazar ninguna tarea y cobrar poco. Pero era cierto lo
de mi compañero; porque, aunque no se veía mucha competencia, sí se veían las
caras desconfiadas de los encargados, incluso siendo educado, estando algo
presentable y –fallos de novato- presentarles mi currículo universitario y mi
inexperiencia obrera: estaban demasiados escarmentados de los eventuales.
Sin embargo, fue en una obra a pie de
calle donde, sin atender mucho lo que yo decía, me admitieron sin más –después,
sabría el por qué-. –“Luis, llévate a -¿tu nombre?, mirándome- José contigo y
enséñale a usar la machota”-…Yo, viví las
miradas de algunos albañiles y las imaginé-porque eran comprensibles
dado mi todo tan lejano de ellos- traducidas a palabras: ¡otro señorito, ese va
a aguantar poco, mira las manos, ¿la machota?, qué pena dale una pala!
La machota es como un mazo de hierro
largo y pesado que hay que aprender a usar –correr la mano, equilibrarla, tener tino, lentificar y
mantener un ritmo constante- y el
trabajo era el de romper las aceras. Empecé en el espacio que me indicó Luis:
di dos o tres machotazos sin acertar o romper algo, estuve a punto de caerme y
soltar el mango, nos miramos él y yo, eché valor y continué más o menos bien un
rato; en una pausa sugerida por él, me ofreció, mirando a un obrero que lo
tenía, un taladro, vi como vibraban los dos y lo rechacé. Después continué casi
una hora y en otras pausa –la del bocadillo-, me ofreció uno porque yo no tenía y de forma directa sin más
conversación: -“Mira muchacho ,era algo mayor que yo-; sigue así como lo estás
haciendo, aguanta hasta que demos de mano por la mañana, luego dile al
encargado –sin más explicaciones, porque lo hacen muchos compañeros- que n o
vas a seguir; te dará una nota y la dirección de la empresa, ve por la tarde y
cobra –doscientas pesetas, es un trabajo
duro- y búscate otra faena.. No es una vergüenza dejar esto; tú sabrás muchas
cosas que los de aquí no sabemos hacer, así que…suerte; y ya no seguiremos
hablando porque el encargado se mosquea.
Fui esa tarde, cobré y, al explicarle al jefe de servicios la
causa –me daba vergüenza salir así-, mi suerte cambió, al menos para dos semanas. Después pude
comer, asearme y dormir bien; ya con cierta seguridad para un tiempo.
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Mi suerte. El jefe, después de pagarme,-“¿tú en qué trabajabas
antes; porque tienes pinta de…no se te ve físicamente, para obras y demás…eras
estudiante o algo así, ¿no?” Le interrumpí:-“maestro nacional en
Andalucía”-. “Coño, y ¿qué haces aquí?”.
Como al cura del primer día le conté lo
de mi irme a correr mundo; deteniéndome solamente en lo que había hecho en
Madrid –lo del buzoneo y el Círculo, nada más-. Se quedó mirándome y de pronto
se levantó, diciéndome que esperara y salió del despacho.
Tardó un poco y apareció con un
hombre con pinta de obrero. Cuando estuvimos cerca lo reconocí – Luis, el de la
obra-; pero ni él ni yo, dijimos algo.-“Anda,
ve con él que quizás podamos ayudarte”-. Lo seguí y de pie, sin más formalidades,
no hablando de lo de la obra –parecía, no querer entrar en lo personal- me
explicó que la empresa tenía pisos de promoción y que, antes de entregarlos,
había que hacerles una limpieza a fondo –“barrer y fregar, sin máquinas, como
en una casa, pero a fondo, quince pesetas la hora, mañana y tarde”-.
Iba a preguntarle cómo era todo, pero
él se adelantó:- “Sois cuatro por piso, os recogemos aquí a las ocho, os
llevamos de uno a otro y os pagamos cada día la mitad –sesenta pesetas-, y, el
sábado os damos el resto…si no os escaqueáis; bueno, tú ya sabes qué es eso
–aquí sonrió y noté su ironía--.Nos despedimos, sin más.
Después –otra vez en el jergón- me
alegré por el dinero, pensé en la faena del buzoneo y del Círculo, y, la deseché
sin meditar mucho. Me sentí bien: Luis era como el cura, parecía una persona
cabal y, además, me ofrecía –creo que él medió- trabajo con sueldo fijo.
Disfruté pensando en el tipo de trabajo, y, en que ahora iba a tener un
familiar –un hermano mayor-que me ayudaría. Esa noche, también sentí la soledad
que arrastraba desde hacía casi un mes
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Limpiar las viviendas no me supuso
nada nuevo, en cuanto a faenas, jugarretas y amistades:
Porque los grupos
iban a trabajar bien y sus miembros –que parecían transeúntes- cumplía correcta, profesional e individualmente;
probablemente eran los escarmentados de aquel –también mío- modo de
supervivencia.
Yo, si cambié: tenía una seguridad
laboral –mínima- que me cubría las tres necesidades básicas: comer bien,
asearme y estar en una pensión –media, de cincuenta pesetas- y, además, ahora
sí podía casituristear. A la vez, conocí
y acepté el tipo de vida de la gente
cuando las circunstancias sólo te permiten “ir tirando” sabiendo que en
parte depende de ti: en esas dos semanas fui un “currante”. Esto último me
facilitó llamar a mi familia de Sevilla, sin mentirle- absolutamente en todo cuando
era un transeúnte-: les dije que trabajaba como un obrero, que cambiaba de trabajo temporalmente, que estaba
en una pensión…y que vivía como había deseado; todo dicho sin aspavientos y
admitido sin reproches.
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Algo más cambió y me hizo creer que
podía, después de la limpieza, tener otro trabajo; aunque no llegó a
consolidarse: las correderas.
Corredera Alta y Corredera Baja; dos
calles céntricas-al menos para mí; una tienda centrada en el ambiente
musical; y un sitio para estar con gente
que –como yo en mi juventud- vivía en ese mundo.
Las conocí, por casualidad, en mis paseos
después de trabajar. Primero, fueron los instrumentos del escaparate; después
una guitarra baja –un bajo- como la que yo tenía en aquel tiempo; más tarde
–otro día- entrar, curiosear y hablar de mis conjuntos –algo sabían, al menos
de uno-; y, finalmente, ofrecerme –sin pensarlo mucho- para sustituir las bajas
en los conjuntos, cuando hiciera falta.
Pero, aquellas eran para profesionales
–experiencia, instrumento y disponibilidad-. Aquí se torció mi ilusión, aunque
la guitarra se podía alquilar en la tienda, con precios asequibles.
Seguí yendo; porque era la posibilidad de un trabajo que
permitía vivir de él y en el que yo había sido bueno. Curiosamente, como si ese
algo mío -que me había llevado a tantas renuncias
para vivir la aventura- ahora me estuviera juzgando;…sentí, de pronto, su
descontento conmigo. Fue raro, imprevisto y, por el resultado de mi posterior
intento, estúpido y arrogante; aunque sucedió un día en la r tienda, cuando
surgió la posibilidad de actuar con un grupo.
“Los Flaps” –un conjunto de un
periodo posterior al mío; instrumental y
catalán-.Buscaban un bajo, el de la tienda se acordó de mí y me hizo el favor
de tenerme en cuenta, concertándome una cita; a la que llegué faltando a la
jornada de tarde de la limpieza -sesenta pesetas menos, sin que me despidieran,
también como un detalle de la empresa-.
-Así que tú eres el bajista.
-Sí –nervioso-. Yo tocaba el bajo en
los “Simuns” –Una equivocación en mal momento, porque mis conjuntos fueron “Los
Tekas” Y “Los Royneg”.
Se miraron el de la tienda y el de
“Los Flaps”, pero no comentaron nada. Después:-“Mira, lo que nos interesa es
que lo hagas bien ahora, no lo de antes”-.
-Puedo tocar algo. –Otro riesgo
después de casi cinco años inactivo.
-Espera, espera. ¿Qué estilo teníais
en vuestras canciones?
-Bueno, al principio, las canciones
de los conjuntos famosos; “Los Shadows”,
“Los Relámpagos” y otros parecidos. Creamos muy poco.
-Mira, para sete sincero. Esos estilos
no son el nuestro, si lo conoces; además, el sonido ahora es algo más trabajado
aunque un tanto artificial…; y aquí,
conocemos bajistas de nuestra onda; que están al día…y creo que aunque seas muy
bueno tardarías demasiado en acoplarte…Lo siento José Luis ¿me comprendes?
-Claro, por supuesto, es lógico.-Menos
mal que, al menos, no me rebajé.
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Así, acabó mi intento y aparentemente
lo acepté. Además, como pronto acabaría el trabajo en la empresa, viviría con
el dinero ahorrado que no era demasiado poco y buscaría otra vez, en lo de
obrero o similar…ser un currante, de nuevo.
Pero este último contratiempo, con
un trabajo que podía devolverme a la sociedad y, a la vez, llevarme a la
aventura de la vida bohemia; inició un proceso –conocido mío de siempre- que
empezaba con esta tristeza y, después, rebuscando en mi mente el recuerdo de otras experiencias más o menos infelices, creaba un sentir de
pena, dolor, desvalimiento, desconsuelo, amargura y, al final, nostalgia de
-¿nada?-; que me invalidaba para hacer algo, al menos en esos largos momentos;…y
los parques eran los lugares idóneos para que esto sucediera; y, no hacía falta
pasar demasiado tiempo en ellos; porque tanto antes como después, los parque sólo me eran
útiles –realmente, me alegraban y me llenaban- cuando me encontraba
sentimentalmente bien.
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El trabajo de limpieza se
alargó hasta los veinte días. Cuando acabó tenía dinero para vivir un mes,
siempre que siguiera mi forma de hacerlo; pero, ya antes de que se
terminara la limpieza, reempecé a
desanimarme ahora demasiado, por todo y
casi todo el tiempo, a sentirme otra vez solo, a hacer muy pocos intentos de ir
buscando otro trabajo –por supuesto, de currante- y ninguno para lo que estaba
preparado; y el buscar acabó en pasear, en deambular, en carrilanear –moverme
sin ton ni son- y, al final, a pasar
mucho tiempo en los parques -como ya he referido- cuando estaba libre
Realmente, cuando terminó el trabajo, dejé de ser un currante y volví a sentirme transeúnte; y eso que llamé, copiando a
alguien, lucha por la vida –por lo mínimo para no desaparecer- me mantuvo desde
antes de que se acabara todo el dinero en ella, en la forma que ya había estado; pero, sin que ahora me preocupara pedir, limosnear,
ser engañado, ser degradado, vaguear y lo que hubiera hecho falta;
resistiéndolo por mi sonambulismo –ya, explicado-, mi capacidad de soportar penurias
corporales y mi arrinconar el pensar sobre mi presente y mi futuro;…todo esto,
una vez que se había acabado el trabajo
y casi el dinero.
Así que, a diferencia de mi llegada a
Madrid, estaba en otra situación, para intentar salir de mis problemas: mi
suerte, mi contratiempo y mi proceso, mi deprimirme, mi no buscar y mis parques
me devolvieron a ser todo un transeúnte; ahora menos –o más- humanizado.
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Embajadores,
el vampiro, un carrilano amigo y mi
vuelta a ser un transeúnte como
los de fueron situaciones y encuentros que me llevaron a que se cambiara mi hacer, mi autoestima, mi
esperanza y mi estancia en Madrid.
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Empecé por ir a Cáritas directamente,
pero pasando por la
iglesia –
ésta como trámite; ni cura, ni charla, ni pesar--.Y lo hice porque pensaba que
me darían algún vale para un comedor y no me importaban en esos días que me
sermonearan –sonambulismo-.
De ahí a un comedor de caridad y, el resto del tiempo, carrilaneando
durante el día y durmiendo en mi pensión –aún me quedaba dinero para ella y
para algún tentempié; pero tenía que guardar, dado mi no trabajo-. Mi inteligencia,
ahora, estaba a mi servicio, y, mi moralidad tan ausente como el meditar,
aunque con los frenos de mi condición y mi anterior clase social.
En el comedor, esta vez, traté de hacer,
no amistades, sino compañeros; con los que ir e imitar su forma de sobrevivir;
y a ellos les daba igual, porque no les causaría ningún problema.
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Embajadores: hermosa y larga avenida
madrileña; bulliciosa de gente, de bares, de empleados, de currantes y de transeúntes.
Todo este ajetreo diario lo protagonizaban los grupos anteriores, aunque el
último estaba más presente – no más visible- en la tarde noche.
Yo la conocí y la deambulé, después
de que uno de mis transeúntes me hablara de una residencia de monjas; que daba
cena y albergue a aquellos, casi desahuciados
de Cáritas, que habían superado – bien superado-
el tiempo de ayuda posible – el dinero de la institución no daba para más-.
En los días posteriores a mi uso del
comedor de Cáritas; de día, cuando algunos de mis colegas ocioseaban por la
parte alta de la calle yo me dedicaba a ver el ambiente externo del albergue:
ningún transeúnte, alguien que salía o que entraba y, a veces, la llegada de un
vehículo de carga y descarga; y la zona
en la que se encontraba, vacía de gente, de calles y de edificios: no siquiera
Caño Roto.
El día que decidí entrar-nada de
dinero-lo hice solo, por mi cuenta y –extrañamente- sin tener que explicar más que mi situación de
necesidad. Una vez dentro, tanto en la espera en la calle, como en la acera y
en el dormitorio; no tuve que estar con mis conocidos, porque ellos, en este
ambiente se buscaban y compartían charlas y alegrías de amigos: algunos
llevaban años juntos en esta situación; y yo –creo- para ellos era diferente.
La estancia en el albergue se prolongó
hasta que abandoné Madrid, cuando finalizaba el invierno. Y en él, sí habían
aspectos curiosos para alguien que, como yo, no aparentaba que estuviera
deprimido, pasara de la gente, soportara las escaseces y observara en vez de
estar: esperábamos en la calle a que abrieran casi todos escondidos hasta el
momento; sopa mucilaginosa y un trozo de pan embutido con – a veces pringá-
algo resto de guiso; monja atento al desarrollo de la cena, ya que bastantes
comensales –desinhibidos- se pasaban en
sus jolgorios de amigotes; dormitorio de colchonetas en el suelo, sábana,
vigilancia de cada uno de lo suyo; y cerradas las dos puertas del dormitorio.
Todo esto parecía, más que curioso, deprimente y desconsiderado; pero cuando
pensabas –yo la hacía- en las causas, te admirabas y lo agradecías; porque
tanto las monjas, como la ayuda, estaban
fuera delos cauces institucionales: limosnas privadas y trabajo de ellas
sostenían a los transeúntes y muchos de
estos no lo consideraban.
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No recuerdo cómo se inició, pero tuve
un amigo que me ayudó como Luis – el de la obra- a tener la preocupación mínima
con algunos transeúntes, a llevar esta vida con sentido común y alejado de enfangarme y perder la propia dignidad, y,
-aunque nunca me lo dijo con claridad- a sentirme protegido –realmente, por
él-.
Pero era un verdadero carrilano; estaba
en esta situación fuera de la sociedad; probablemente por causas políticas y
familiares, por su carácter libertario –más que liberal-, por su autoexclusión,
su desengaño vital, su incapacidad de doblegarse, su lucha…Y tal era que me recordó –pasado el tiempo- a Manuel, el protagonista de “La busca” de
“PÍo Baroja” y lo que le hacía
carrilano: sobrevivir –aceptando dignamente lo que le daban y trabajando esporádicamente-
en cualquier lugar- para, después, marcharse a otro –“ Carril y manta”, decía-hasta…
Sin embargo, este conocimiento mío de lo que era él y este
lazo –él protector y yo protegido-, no se hicieron porque nos contáramos nuestras
vidas o situaciones, estuviéramos juntos cuando salíamos por la mañana del
albergue, congeniáramos por carácter, o,
compartiéramos actitudes vitales.
En el comedor; él buscaba sitios casi
esquinados y yo donde pudiera; por las mañanas recorríamos la calle hasta
llegar a la zona comercial y nos separábamos –él, yo no sabía qué hacía; y yo por
mi parte, deambular conociendo Madrid-;
y de hablar, algo le conté de mi vida y creo que fue lo que despertó su papel
de hermano mayor; mientras que sus
frases –si hablaba algo- eran lacónicas, sentidas, seguras, experienciadas, nunca vanas ,y, siempre adecuadas a lo que
había que hacerse; y dirigidas a mí –creo-. Enfin, no había cercanía de
compañeros o amigos; pero sí habían comprensión y respeto humano, que, hasta
sin palabras de confidencias, tanto uno como otro, sabíamos cómo éramos y qué
queríamos de la vida.
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El vampiro; así lo llamaban los
transeúntes en sus charletas en el comedor, y se reían. Si hubiera estado
atento a las conversaciones y a algún cambio –en este caso- del que me acompañó
y aleccionó la primera vez en Cáritas; habría pensado en lo del vampiro
–referido por éste- y su relación con una tarde, mientras esperábamos, que ofreció tabaco a casi todos:
nadie lo hacía, con nada propio, ni siquiera al compañero con el que pasaba
bastante tiempo; y si alguna vez compartían algo era en cosas de comer, no con
tabaco, bebidas y otras –para ellos-exquisiteces.
Andrés –“mi hermano mayor”-, al salir
una mañana del albergue, me desveló lo del vampiro con su estilo directo, digno
y dicho no como un consejo –era muy respetuoso con la libertad- sino como una
situación para sobrevivir que debía d servirnos. No hubo diálogo, ni preguntas;
fue un monólogo y con pausas. --creo-
para que yo fuera asimilando y, al final, algo así como un consejo encubierto.
-Yo voy a ir al Hospital militar a
dar sangre. Dan quinientas pesetas por
medio litro y me vendrá bien…No duele nada, te atienden correctamente, te dan
un bocadillo y un vaso de leche, descansas y se acabó…No le hago daño a nadie,
ni a mí mismo porque hasta dentro de dos meses no repito…Eso sí las quinientas pesetas
son para una necesidad, no para hartarme
de hacer tonterías: regalos, tabaco , vino...y, después, a repetir antes de
tiempo…”-Fue la primera vez en el monólogo que me miró, hizo gesto de rechazo
sobro lo último que había dicho y dejó de hablar un poco, porque ya se veía el
Hospital Militar.
Fui con él. Dentro todo pasó como había dicho; y no sentí ni prevención,
ni dolor, ni desatención; y, el bocadillo , la leche y el dinero –todo sin
tener que esperar más que lo preciso- me vino bien; además, me sentí a gusto
después de un verdadero desayuno; y –extrañamente- tan bien como cuando cobré
lo de la limpieza. Realmente, durante su monólogo pasé por un proceso –que él
parecía controlar-de asombro, de daño, de tranquilidad, de aceptación, y, de
verlo bien y útil para mí mismo, si también hiciera y siguiera lo que había
de hacerse después, y no, lo de la mayoría de
transeúntes.
Cuando
salimos los dos, antes de irse a lo suyo –que seguía sin saberlo-, me
dijo que el día del mercadillo del Rastro iba a ir para comprar cosas que le
hacían falta: -“Los carrilanos como yo tenemos que estar provistos para seguir
andando cuando haya que hacerlo;… si quieres vamos juntos y cómprate las cosas
que se necesitan”–aunque no dijo para qué -
Durante una semana, supongo que él
siguió con lo suyo, a la vez que preparaba –o no, tenía que hacerlo- su marcha de
Madrid; ida que comprendí días después, sin que él lo dijera explícitamente, en
el Rastro. Y yo, durante esos días, traté de comprender mi situación y mi
futuro; probablemente, porque el monólogo del día del vampiro fue una reconsideración
de lo que hacía y debía hacer, aunque –aparentemente- fue solo referido a aquel
momento.
Todo se concretó en que el día del
mercadillo, después de comprar, nos dijimos que cada uno íbamos a hacer lo
nuestro de cada día; y nos dimos la mano. Él no volvió al albergue y yo lo
abandoné pocos días después; para irme a Barcelona –la primera ciudad en la que
viví como excedente, con dinero para unos meses, pasándomelo bien, pero con muy
pocas aventuras; hasta que otro como yo sugirió que nos fuéramos a vendimiar a
Francia; donde después de unos meses en
los que se acabó el dinero, empecé a vivir una aventura de verdad: sobrevivir,
casi sin ningún apoyo.
[Datos sueltos, que, tiempo después
anoté, llenan el periodo desde Madrid a Barcelona; pero sin que mi recuerdo llegue
a unirlos comprensiblemente: en Zaragoza, albergue, tablas para dormir, barra
de pan sin más; dormida sobre un macuto, hambriento, en una cabina telefónica,
aterido por el frío del Moncayo; y traslado a Barcelona, desde Zaragoza, otra
vez como autoestopista.]