miércoles, 13 de mayo de 2015

Polvo


                                             P O L V O 

                                                Llueve en el interior del bosque. Una mirada hacia el cielo descubre la densidad, gris y encharcada, que pesa, cernida de agua, en la copa de los árboles. Desde ella, sus alas abiertas chorrean, en las ramas extendidas en palmas, una turbia, desparramada y sucia cascada, que acaba manchando la tierra.

    En cada hoja doblada; yerba, que se deja caída; planta, separados sus brazos; hay un palpar de algo que se hunde, sin que se pueda evitar.


     El presentimiento, fluyendo en un castigo que alcanza a todos, esconde, una a una, las briznas de vida. Y el pequeño rebullir a los pies de los árboles, sobre cada piedra, enroscado en el verdor de los tallos, bañados en la humedad, o pegados en la costra seca;  se desnuda de susurros,  cantos, ruídos;  mientras que, poco a poco,  las madrigueras van poblándose, para  albergar en ellas, el  más ligero  soplo: sólo en la oscuridad del sueño, la pregunta tensa y espera.

     Fuera, la intemperie clavada en la roca, se está m muriendo. Lo que era arena, palabra o salmo del vivir, se deshace en el roer del agua. Y, únicamente, como vasos descarnados, los restos enhiestos del hueso, aguardan, solitarios, el quebrarse para siempre.

     El cementerio, cubierto de lluvias,  se va petrificando desde el cielo a la tierra. Y las formas recortadas de sus estatuas, irrumpen en el abismo que en todas partes las ciñen; para, detrás de cada instante nuevo, alzar un postrer sepulcro; que pronto, también, comenzará a morir.

     ¡Qué pobre es el sentir, que la tierra, en cada uno de sus parajes cruzados, deja en el alma del que siempre se busca en ella! A través de éste, hoy,  hasta sus enfangadas huellas, se van engullendo en la vorágine del vacío, que queda tras de él, como si el tiempo, quisiera borrar el camino, y el mar, todas sus olas.

     Trozo a trozo, es el gotear constante de la savia, el que riega,  sangrando, la vida que enmudece. Ya, las aguas, desgajadas las quimeras,  dominan la quietud de la nada; a la que, aún´ arañan las piedras sembradas por los muertos. Y el hombre, poco a poco, y sin reposo alguno, sigue  avanzando;  ahora,  sin retornar los ojos, ante aquello que ya sabe.

     Toda  la región, pasto de las sombras, es recorrida. Ni el albor de la mañana, ni la nostalgia de la tarde, ni el miedo frío de la noche, aparecen una vez. Y el lugar, sostenido en la penumbra, que traza el andar de su cuerpo; no tiene, en su lejanía sin sendero, inmensidad sin espacio y eternidad suspendida; ni la fuerza de vivir: parece la materia.., desarraigada del alma.

     La sombra, acompañándole fuera, transcurre lenta para el hombre; son horas y horas contemplando el desierto; pues su ser, absorto en un sentir extraviado, sigue lanzado en su anhelo; y sólo, su carne, su pulso y su fuego, arrebatados desde ella; se pegan, adheridos, casi inertes en su juego, al espíritu que aún los lleva.

     De pronto, la soledad se levanta, en el paisaje que permanece. Un quejido azotar de los vientos, sellado y continuo, revela, cercana, una casa.

     Las paredes derruídas, sumiéndose en la tierra, asoman, junto a sus restos marchitos, el color descalichado que enseña sus piedras. Y el musgo, tapando oquedades, en cada nicho un refugio; abraza, posando en los muros, la tibieza que allí se encerraba. Desde el suelo, la techumbre carcomida y rota, se une a la hiedra; que llega a puertas y ventanas, esperando el caerlas.

    Una vez, tan sólo, la mano que había buscado, acarició el destrozo: todo, se hizo polvo. Y el hombre, carne y espíritu, quedó a su merced.

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