P
O L V O
Llueve
en el interior del bosque. Una mirada hacia el cielo descubre la densidad,
gris y encharcada, que pesa, cernida de agua, en la copa de los árboles. Desde
ella, sus alas abiertas chorrean, en las ramas extendidas en palmas, una
turbia, desparramada y sucia cascada, que acaba manchando la tierra.
En cada hoja
doblada; yerba, que se deja caída; planta, separados sus brazos; hay un palpar
de algo que se hunde, sin que se pueda evitar.
El presentimiento,
fluyendo en un castigo que alcanza a todos, esconde, una a una, las briznas de
vida. Y el pequeño rebullir a los pies de los árboles, sobre cada piedra,
enroscado en el verdor de los tallos, bañados en la humedad, o pegados en la
costra seca; se desnuda de
susurros, cantos, ruídos; mientras que, poco a poco, las madrigueras van poblándose, para albergar en ellas, el más ligero soplo: sólo en la oscuridad del sueño, la
pregunta tensa y espera.
Fuera, la
intemperie clavada en la roca, se está m muriendo. Lo que era arena, palabra o
salmo del vivir, se deshace en el roer del agua. Y, únicamente, como vasos
descarnados, los restos enhiestos del hueso, aguardan, solitarios, el quebrarse
para siempre.
El cementerio,
cubierto de lluvias, se va petrificando
desde el cielo a la tierra. Y las formas recortadas de sus estatuas, irrumpen
en el abismo que en todas partes las ciñen; para, detrás de cada instante
nuevo, alzar un postrer sepulcro; que pronto, también, comenzará a morir.
¡Qué pobre es el
sentir, que la tierra, en cada uno de sus parajes cruzados, deja en el alma del
que siempre se busca en ella! A través de éste, hoy, hasta sus enfangadas huellas, se van
engullendo en la vorágine del vacío, que queda tras de él, como si el tiempo,
quisiera borrar el camino, y el mar, todas sus olas.
Trozo a trozo, es el
gotear constante de la savia, el que riega,
sangrando, la vida que enmudece. Ya, las aguas, desgajadas las
quimeras, dominan la quietud de la nada;
a la que, aún´ arañan las piedras sembradas por los muertos. Y el hombre, poco
a poco, y sin reposo alguno, sigue
avanzando; ahora, sin retornar los ojos, ante aquello que ya sabe.
Toda la región, pasto de las sombras, es
recorrida. Ni el albor de la mañana, ni la nostalgia de la tarde, ni el miedo
frío de la noche, aparecen una vez. Y el lugar, sostenido en la penumbra, que
traza el andar de su cuerpo; no tiene, en su lejanía sin sendero, inmensidad
sin espacio y eternidad suspendida; ni la fuerza de vivir: parece la materia..,
desarraigada del alma.
La sombra,
acompañándole fuera, transcurre lenta para el hombre; son horas y horas
contemplando el desierto; pues su ser, absorto en un sentir extraviado, sigue
lanzado en su anhelo; y sólo, su carne, su pulso y su fuego, arrebatados desde
ella; se pegan, adheridos, casi inertes en su juego, al espíritu que aún los
lleva.
De pronto, la
soledad se levanta, en el paisaje que permanece. Un quejido azotar de los
vientos, sellado y continuo, revela, cercana, una casa.
Las paredes
derruídas, sumiéndose en la tierra, asoman, junto a sus restos marchitos, el
color descalichado que enseña sus piedras. Y el musgo, tapando oquedades, en
cada nicho un refugio; abraza, posando en los muros, la tibieza que allí se
encerraba. Desde el suelo, la techumbre carcomida y rota, se une a la hiedra;
que llega a puertas y ventanas, esperando el caerlas.
Una vez, tan sólo,
la mano que había buscado, acarició el destrozo: todo, se hizo polvo. Y el
hombre, carne y espíritu, quedó a su merced.
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