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D U M B O E L P E R R O
Un día,
el padre apareció en la casa con un
perro .Lo traía propiamente un soldado de su regimiento, que esperó en la
puerta con el animal cogido por una cuerda; para que el anuncio y la sorpresa
que se llegaban no ocasionaran problemas desde el principio. El pobre chucho
había aparecido en la zona de unas maniobras militares, asustado y hambriento;
y el castrense echándole un rápido vistazo, consideró el beneficio mutuo que
habría en su hogar; vigilancia y
manutención, para unos y para otro.
El animal –no tuvo, entonces, otro apelativo
para el resto de la familia- que se veía sucio, desgreñado y huidizo,
aunque grande y robusto; fue llevado sin más al patio trasero de la
vivienda-huerto y animalario-, amarrado con una soga larga y surtido de agua y
pan duro. Aquella jornada
los niños no le prestaron otra
atención pese a que se pasó la noche
aullando de forma extraña y lastimera; despertando breve y levemente demasiadas
veces a los de la casa. Por la mañana,
el padre contó que era un mixto-lobo, un cruce loboperruno-puntualizó-; que
podía ser de mucha utilidad; que, por el momento, había que estar atento con lo
que hacía; y que él sólo se ocuparía de esto cuando regresara del cuartel. Con el
transcurso de los días, el cuidado, la vigilancia, el acostumbramiento y la ayuda en las tareas
con el perro; llegó el cambio de todos y
de todo.
Dumbo –ya tenía nombre- estaba limpio y reluciente, efectuaba sus
necesidades en el patio, deambulaba suelto por la vivienda, nos seguía aunque
un tanto precavido; y , además, sus hechuras, ahora notadas, de pastor alemán –
un tanto menguadas por su tendencia a cabizbajear y olisquear continuamente-,
le daba, y nos daba, la confianza necesaria para adaptarse y convivir como
cualquier otro animal de compañía.
No era juguetón, no corría
ante nuestras llamadas y no se entremetía para recibir zalamerías; pero estaba
siempre con nosotros. Sí, en cambio, mostraba tranquilidad y obediencia; mas ni
parecía apático ni sumiso. Se veía, si puede decirse, un perro adulto, maduro,
experimentado e inteligente.
Una de las primeras veces que
decidimos llevárnoslo de paseo, nos siguió sin problemas. Con nuestros amigos
tampoco los hubo; no se alteró, no fue arisco ni complaciente; sólo hizo lo que
se esperaba. Pero,
cuando a nuestra hermana pequeña, la sacaron de la casa en su cochecito
para que le diera el aire de la calle, Dumbo se apartó, se acercó a ella, se
echó en el suelo a su lado y no se movió hasta que la volvieron a entrar. Esta
extrañeza en su comportamiento, no previsible, inició la sorpresa con el
llegado reciente. Pasados unos días,
tras haberle oído a la niña, por casualidad, un sonido nuevo; descubrimos, después de observarla, que si la incitábamos a que nos imitara con
la cabeza y los labios, emitía además un balbuceo ululante semejante a un
aullido; aunque tierno, risueño y juguetón como el de un cachorrillo. El
animal, como cualquier otro perro, buscaba las crías y éstas, igualmente, se
entendían con él; sin más. Dumbo
pasaba gran parte del tiempo en el patio; y, a veces, perseguía a las gallinas,
alborotándose todos, hasta que se refugiaban en su gallinero, acabándose el
bullicio con los bichos indemnes; pero, en la casa, se escuchaba a los padres, entonces, decir: ¡vamos a ver
si…¡También, tenía la costumbre de sentarse mirándonos fijamente cuando
merendábamos, sobre todo la pringá –resto de carne y tocino del cocido, untado
en pan; común en aquellos días-; e, igualmente, a aquellos se les notaba que no
le hacía mucha gracia. Sin embargo, nada pasó a
mayores. Ocurrió, después de una temporada
tranquila con nuestro perro, un incidente menor, para nosotros, aunque
fastidioso para la madre y, tras la charla consiguiente, para el padre: unos
zapatos de piel de cocodrilo, nuevos y muy precisos de ella, se habían
extraviado y posteriormente encontrados en la improvisada caseta –ya tenía- del
animal, totalmente destrozados. Las cosas empezaban a tomar otro cariz; ya
habían daños, y, además, económicos.
Dumbo se convirtió en sospechoso
de las desapariciones, hasta el momento
reducidas en cantidad e
importancia, de calcetines, cordones y
similares. Se recelaba, se le seguía cuando salía presuroso; y se le
reencontraban, como al principio, inconvenientes a su estancia en casa. A los
niños, distintamente, nos parecía otra forma novedosa de jugar con él.
Murphy postulaba: “si
alguna cosa puede ir mal. esté usted seguro de que irá mal”. La conducta del
perro de no perdernos el ojo en la
merienda –carne y tocino-,quedó comprendida desde nuestro real saber y
entender, cuando un día, sin mediar aviso, se abalanzó sobre mi hermano, le
quitó el pan untado, se escapó, se escondió para comérselo y nos gruñó con toda
rudeza al ir a arrebatárselo.”¡Hasta
aquí hemos llegado¡”, dijeron los padres.
Dumbo fue llevado al patio. La soga, la comida, la bebida; y las noches
siguientes, en su caseta, pero fuera de la vivienda; volvieron a ser las de
antes. “Es necesario, puede volver a atacar, esta vez, al resto de los
animales”; nos contestaron cuando protestamos.
El perro, su carácter y su comportamiento, fueron cambiando. Pasó de, al
principio, comer, beber, tirar de la cuerda, gruñir, ladrar y, al final,
echarse; a no hacer nada de lo anterior, aunque manteniendo una suerte de
actitud y postura física dignas; para, al cabo de dos o tres jornadas meterse
en su cubil sin asomarse en ningún momento, y mirarnos esquivamente y a hurtadillas, cuando a escondidas salíamos
a verlo e intentar que se moviera para algo. Una mañana nos levantamos, fuímos
a estar con Dumbo y ya, como temíamos,
se lo habían llevado. “Al cuartel”-escuchamos días atrás-; “allí se encontrará bien y tendrá de todo”. No
preguntamos nada, porque sentíamos que ellos lo lamentaban tanto o más que
nosotros. El colegio, el juego y las
tareas que siguieron ocupando nuestro tiempo, arrinconaron el pensar, preguntar
y recordarlo; hasta casi olvidarnos de él de lo bueno y de lo malo, para los
mayores.
Sucedió a la semana de su marcha,
pero nos lo ocultaron; aunque lo supimos por niños vecinos y, al final, la
madre tuvo que contárnoslo con alegría y tristeza: El perro había aparecido en
la puerta de la calle, después de recorrer casi seis kilómetros –según las
pesquisas que el padre hizo en el regimiento-. Estaba sucio, extrañamente
contento y entró directamente al patio, buscando sus cosas; ella le puso
comida y bebida y, sin saber qué hacer, lo dejó allí; Dumbo se quedó echado tranquilamente.
Cuando el padre tuvo noticias regresó de inmediato con un asistente, lo recogieron
y se lo volvieron a llevar; guardándose cualquier explicación. Los niños
lloraron mas tampoco preguntaron; “¡para qué!” si ya no entendían ni al animal
ni a los mayores. Tres días se mantuvo el perro en la zona de las
maniobras-más alejada que el acuartelamiento-; donde lo soltaron cerca de otros
animales probablemente abandonados a su suerte, que vivían merodeando en las
proximidades de los campos militares. No sabemos el porqué Dumbo se marchó de allí y acabó nuevamente en
casa. Esta vez su
reaparición fue penosa. Voces de niños conocidos alertaron a la madre. Tirado
más que tumbado, extenuado y herido; ahí estaba en el escalón de la puerta de
la vivienda. Entró casi arrastrándose
hasta el recibidor; se quedó echado; con la cabeza entre las manos y
el hocico caído; y miró permaneciendo un
breve rato y como sólo lo hacen los animales, a su dueña; con fijeza
entristecida que fue deshaciéndose poco
a poco. Después, Dumbo murió. Entre nosotros
y ellos transcurrió un tiempo mudo, por
nuestra parte; de reproche sin palabras aunque cargado de gestos que lo
decían todo; de preguntas que no
hacíamos. El dolor y la pena posterior nos hicieron ser niños adultos, al menos
en este hecho.
La mirada de Dumbo dejó a
la madre perpleja. Él no sabía que únicamente vivió como le tocó vivir; pero en el último momento ella vio inocencia, disculpa,
rebeldía y afecto. Luego, lo supimos. .
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